A horas nada más del cierre de listas para las PASO del 13 de agosto y para la elección legislativa del 22 de octubre, sobran las incógnitas sobre los nombres en todos los espacios políticos. El de Cristina de Kirchner es el que concentra más la atención, por lo que su figura representa para propios y detractores y por el modo en que condiciona las decisiones de sus rivales. Y, ni hablar, por el hecho de que la moneda caiga para ella en cara o en ceca cuando se cuenten los votos.
El Gobierno nacional festejó hace unos diez días la presunción abrumadora de que sería candidata a senadora por la provincia de Buenos Aires. Eso, se sabe, delinea el escenario considerado ideal en la Casa Rosada, tendiente a una fuerte polarización entre pasado y cambio, y permite instalar en el primer plano el mantra del «equipo», la marca Cambiemos y la popularidad de la gobernadora María Eugenia Vidal. Un modo, en definitiva, de convertir en virtud la carencia de figuras taquilleras en el distrito.
Cambiemos (o, para no distraernos en eufemismos, la mesa chica de PRO) avanzó con su armado en los puestos clave, las candidaturas al Senado por la provincia, con independencia del secretismo de la Unidad Ciudadana. Es natural: manda a la cancha simplemente lo que tiene. La resistencia de Esteban Bullrich a abandonar el Palacio Pizzurno resultó tan vana como la no tan vieja idea de Mauricio Macri de la inconveniencia de prescindir de «uno de los mejores ministros de Educación de la historia por una simple candidatura». No se sabe aún qué cambió, si su ponderación de la gestión del funcionario o la de la importancia de las legislativas para su Gobierno. En todo caso, la capitana del equipo será Vidal.
La puja bonaerense tiene un carácter más «nacional» que nunca, y no solamente por su condición de reservorio de casi el 40% de los votos del país. Será el campo de batalla en el que se moverán, se supone a esta hora, Cristina, Vidal, Sergio Massa y Florencio Randazzo, figuras con aspiraciones muy superiores a lo que estará en juego en las próximas semanas. Sin embargo, que gane uno u otro tendrá un valor más simbólico que concreto, sin que esto implique minimizar su importancia.
Por un lado, porque lo más probable es que el vencedor no arrase y que obtenga un caudal de votos de entre el 30 y el 40%, números de una realidad electoral cada vez más minimalista.
Por el otro, porque nada de lo que ocurra alterará de manera drástica la relación de fuerzas en el Congreso que generó el proceso de 2015.
Finalmente, porque el derrotado, si lo es por poco margen, no podrá ser arrancado del mediano plazo. Un Gobierno siempre tiene a mano herramientas para renacer; Cristina, pese al golpe personal que eventualmente implicaría perder frente a candidatos que hoy no alcanzan su talla, al menos podría conformarse con que su sector prevalezca en el mosaico peronista, con asegurar lugares en el legislativo para una lista enteramente propia y con hacer de puente hacia la emergencia de un liderazgo con más futuro que pasado.
La expectativa es mucha, pero en concreto «solamente» se dirime quién ganará la pelea bonaerense por estrecho margen. El escenario preelectoral, en efecto, parece más consolidado que lo sugerido por una sensación de incertidumbre que, en sus extremos, cabe poner en cuestión.
La Unidad Ciudadana y Cambiemos disputarán el primer y segundo puesto en la provincia con alrededor de un tercio de los votos cada uno. Sobran las quinielas sobre la dilución inevitable de los votos del Frente Renovador en un escenario altamente polarizado, un cuestionable déjà vu que ignora que esta es una elección legislativa y la resiliencia que mostró el massismo en coyunturas más comprometidas que la actual.
Así las cosas, entre el kirchnerismo y el macrismo-vidalismo provinciales, dos minorías tan intensas como encerradas en sus propias peceras, deberían capturar, al menos, entre el 65 y el 70% de los votos. El massismo y el randazzismo (que pasó de aspirar a la pelea por el liderazgo nacional del peronismo a conformarse con un mero test de supervivencia), un 20% más, digamos con cautela. Lo que queda debe contemplar el módico pero siempre presente voto de izquierda, otras opciones menores y hasta los sufragios en blanco. ¿Cuánto queda por repartir?
El juego oficial es tan riesgoso como el que ensayó en su momento la propia Cristina, al entronizar a Macri como su opositor por antonomasia. A la expresidenta le llevó ocho años ver cómo le crecían los enanos; si se concretan los temores que nacieron inmediatamente después de los festejos en la Rosada, los que apuntan a un eventual triunfo de Cristina el 22O, al actual mandatario le habrá tomado apenas dos.
En ese sentido, ¿qué dijo realmente Morgan Stanley cuando difirió para el año que viene la decisión sobre el ascenso de la Argentina de la condición de mercado de frontera a emergente? En lo formal, alertó sobre la reversibilidad de las reformas de mercado llevadas a cabo por la actual administración. Un poco más profundamente, sobre lo que considera un peligro de retorno al populismo K. Pero en definitiva, ¿no advirtió sobre la fragilidad del liderazgo de Macri?
A esta altura de junio, las advertencias que el oficialismo hace públicas acerca de que una victoria del kirchnerismo implicaría un freno sine die para las inversiones y una parálisis del Gobierno pueden parecer simples picardías. El problema para Macri sería que el futuro le depare lidiar con los fantasmas que hoy evocan sus asesores y voceros oficiosos.
INFOBAE
MARCELO FALAK